“Anoche soñé que Besmir
volvía a casa”
La voz de Dellza, como un susurro, repitió de nuevo las
palabras desde la cocina.
- Anoche soñé que Besmir volvía a casa. Es una tontería.
¿Verdad?
Imer sabía que no era una tontería, sabía que aquella herida
había marcado a su familia de manera terrible, sabía que nunca olvidarían lo
que había pasado. Él también tenía pesadillas con aquello. Pero no respondió a
su hermana. Cuando el dolor es tan profundo, no hay nada que decir.
Entró en la cocina y se sentó ante la mesa, frente a su
hermana. A través del cristal plomado de la ventana se veía el amanecer, que
poco a poco se ahogaba en un día nublado. Tomó pan y queso. Los recuerdos de lo
sufrido le hicieron apreciar todo lo que tenían ahora: una casa caliente,
comida... y la seguridad de que nada les pasaría.
Miró los ojos azules de su hermana. Los mismos ojos
aterrados de aquel terrible día. El día que los demonios rojos visitaron su
aldea en Albania.
Cuando llegaron, los vecinos de Imer los miraron extrañados,
sin miedo. La aldea era tan pobre que nada podían robarles.
Se equivocaban. Venían a por los niños.
Su madre murió tratando de que no se llevasen a Bismer. Ni
siquiera vio venir el tajo de espada. Su padre, más afortunado, recibió una
paliza. Imer y Dellza, paralizados por el terror y el asombro, solo pudieron
mirar como se llevaban a Bismer, agarrados de la mano.
Cuando su padre terminó de enterrar a su madre, decidió
dirigirse al norte, lejos de aquella tierra maldita. Buscó un lugar seguro para
lo que quedaba de su familia.
Y lo encontró. El padre de Imer tenía un don para trabajar
el metal, una habilidad que, unida a sus pieles claras, hizo que los germanos
les recibiesen con los brazos abiertos. Se habían establecido en un pueblo
tranquilo, y volvieron a moldear el acero.
Imer salió de la casa, dirigiéndose al taller, Dellza iba a
su lado. El era bueno con la herrería. Muy bueno. Pero era su hermana la que
tenía el don: el metal cobraba vida en sus manos. Hacía armaduras tan duras
como el diamante, y tan livianas y elegantes como un vestido de fiesta.
Su padre había estado muy orgulloso de los
dos, hasta que aquel maldito invierno se lo había llevado.
Hacía frío, y una niebla baja cubría las calles. Imer se
sobresaltó cuando el ruido de disparos rompió la mañana. Venía del fondo de la
calle. Se alcanzaba a distinguir como la línea de regulares prusianos trataba
de mantener a raya a unas formas borrosas y rojizas que se acercaban.
Lo último que pensó Imer con claridad es que no podía estar
pasando. Otra vez no.
El sonido de los disparos se vio ahogado por un lamento
chirriante, que le produjo una terrible sensación de terror. Delante de ellos,
los soldados prusianos parecían paralizados. Solo había un movimiento en la
calle: unas figuras vestidas de rojo y cubiertas con máscaras avanzaban
disparando continuamente unas extrañas armas.
Su hermana se aferró a su mano.
Quietos como estatuas, vieron el terrible espectáculo: los
jenízaros estaban allí, figuras rojas moviendo
espadas, tan rápido que parecían hechas con la misma niebla; la sangre
de los soldados prusianos fundiéndose roja con la tierra.
Imer pensó, de forma absurda, que había demasiado rojo.
La lucha duró segundos. El horrible sonido, que parecía
venir de las máscaras de los hombres vestidos de rojo, duró una eternidad.
Por fin todo acabó. Una figura se adelantó. Hablaba
despacio, con la voz distorsionada por la máscara:
- La paz sea con vosotros hermanos. He venido a por Dellza.
Allah le dio un don, y es hora de que lo ponga al servicio de los seguidores
del profeta.
Imer quiso negarse, pero algo en la mirada de aquel jenízaro
le quitaba el habla. El extraño se quitó la máscara.
La piel blanca, los ojos azules. La pesadilla de Imer había
abandonado el mundo de los sueños.
El rostro de su hermano, en el cuerpo de un demonio.
Dos de los jenízaros se llevaron a Dellza en volandas. Imer
asistió impotente de nuevo, mientras lo perdía todo. Ella todavía susurraba.
“Anoche soñé que Besmir volvía a casa”
El eco de una pesadilla.